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FIJANDO LA MIRADA

A medio camino entre Plinio el Viejo y Georgia O’Keeffe, se sitúan las pinturas de Juanjo Castillo. Unas obras que permiten la visión evocativa de unos fragmentos de naturaleza que nos hablan de una primavera presente y futura, cuyas raíces se pierden por los laberintos de su vida y su memoria. Imágenes puramente emocionales sobre las que volcar los anhelos y deseos relacionados con la capacidad de crear, de escapar, de viajar, no como mero espectador, sino como auténtico experimentador de este viaje virtual.

La pintura como método de evasión no sólo visual sino sobre todo emocional, ha estado presente de forma recurrente en la historia del arte moderno y contemporáneo. Es cierto que, en el siglo XX, los artistas no han evocado una realidad amable más que para evadirse del clasicismo o para evaluar las consecuencias de la fricción violenta entre un mundo ideal y una realidad fea y dolorosa. Tal vez por eso pueda desconcertar tanto la obra de Juanjo que busca la belleza, ajena a cualquier sentimiento de culpa o de voluntad redentora. No se trata de inocencia, sino de fe en esa facultad de deleitar que, dentro de las coordenadas de otras épocas, buscaron ya artistas como Poussin, el primero en describir la evocación del deleite como finalidad del arte. Decía “La pintura es una imitación de todo lo que hay bajo el sol, realizada con líneas y colores sobre una superficie; su finalidad es la de agradar”. Los campos de amapolas de Cézanne preludiaban el otoño que vendría. Los nenúfares de Monet nos hablaron del instante que precede al crepúsculo y las flores de Juanjo nos acercan a un mundo de pequeños milagros cotidianos, en una especie de celebración mágica de las cosas más próximas.

Este artista hace aquello que sabe y puede hacer: pintar, lo hace estando a solas consigo mismo para que su compromiso con su mundo sea total. De este modo, es capaz de transmitir al espectador una expresión genuina de su obra. Una obra emocionante y viva, absolutamente original y singular.

Busca los motivos de sus cuadros en las flores sencillas y próximas que forman parte de su cotidianidad. No pretende superar la realidad, su magia la hallamos en ellas mismas, en la atmósfera que las rodea y en las dosis de poesía que conllevan. Acota la realidad y la amplia hasta perder la referencia espacial de vista, sin renunciar a la representación, ni al reconocimiento de unos elementos naturales individualizados. Nos muestra así, una naturaleza majestuosa, una naturaleza que se alza triunfadora sobre el hombre y todo ello nos lleva a recuperar el gusto por lo pequeño, a tomar conciencia una vez más de la gran obra de ingeniería que supuso la creación del mundo.

Son imágenes húmedas, en las que se sienten los aromas florales, el frescor del rocío, la pureza del color. En los cuadros de Juanjo las flores nunca se secan. Solitarias o agrupadas, estas flores de escala monumental descubren la fertilidad de la que germinan los nuevos lienzos, que se nutren de la savia de la que se alimenta el misterio, el deleite de la contemplación y el silencio de lo simbólico. Y buena parte de la fuerza de estos cuadros la tiene el color, aplicado sobre la superficie de forma estudiada. A veces grácil, otras recurrente, el color divide los cuadros en espacios cromáticos que se encuentran, se atraen y se complementan en un baile de ritmo lento que conforma el todo. Puede servirse el pintor de líneas delimitadoras que contengan sus fuerzas, pero los tonos se revelan, de forma que unos y otros dejan entrever sus reflejos y sus posibilidades. Los colores proclaman el triunfo jubiloso de los jugos y la savia que han sobrevivido al más atroz de los inviernos y están llamados a florecer en la primavera que vendrá. Colores trabajados y siempre luminosos, formas impecablemente perfiladas que ensamblan unas con otras gracias a las interacciones cromáticas perfectamente encajadas, y a una luz sin origen.

Al colocar la mirada en estos cuadros, tantas formas revitalizadas nos la habitan de sensaciones, de los efluvios purísimos que le han llevado a dejar crecer en sus soportes un pétalo de flor, y a partir de él, con inteligencia y sencillez, ir pergueñando todas las flores como si fueran paisajes indestructibles. Han tomado la forma de un homenaje a la naturaleza en primavera con madreselvas, margaritas, malvas, violetas, ramos de amor apenas sugeridos, entrevistos, como si no quisiera agotar tanta fragancia con la plasmación completa de todos sus elementos.

Sus flores son rojas y blancas, azules y malvas, amarillas, se componen y desenvuelven sobre el lienzo formadas por bellas y precisas líneas coronadas por sorprendentes manchas de color. Esa belleza ideal que persigue la geometría oculta en las formas de la naturaleza obliga al espectador a replantearse la obra desde una óptica nueva, la de una verdadera naturaleza germinal. Y de ese modo otorga una nueva identidad al concepto de lo pintoresco, escapándose de lo consustancialmente racional, introduciendo en él la idea de ingenuidad infantil.

Se ha sublimado la realidad hasta conseguir que ella manifieste un sentido casi espiritual. Si a la naturaleza, a la realidad, al mero posicionamiento superficial de las cosas, le quitamos su circunstancial entidad significativa y la dotamos de espiritualidad, de mágico lirismo, y la convertimos en motivo estético y conceptual, susceptible de más absoluta belleza, aparecerá la pintura de Juanjo Castillo, como auténticos poemas de dulce realidad. Arte y poesía comparten territorio en esta pintura.

La gran explicación de todo este pequeño misterio, las claves de esta historia llena de pintura, de buen gusto y de sensibilidad es esta exposición que se resume en 25 cuadros el último año de trabajo de un artista elegante, amante de las composiciones sencillas, de las naturalezas muertas con pocos elementos y al que, si hubiéramos de definirle o distinguirle de sus contemporáneos, calificaríamos de idealista, porque persigue cierta belleza absoluta e inalcanzable.

Observando con atención sus cuadros lo primero que me ha sorprendido en ellos es que a Juanjo Castillo le gusta pintar, ama el color, tiene necesidad de manejar la pintura. Hay otro elemento en su obra que podemos destacar y que se relaciona con esta radical idealización del mundo: es la extrema claridad del aire (una luminosidad que borra las sombras), la ausencia de cualquier impureza en la atmósfera. En este vacío cristalino, las flores aparecen nítidamente perfiladas mostrando la total limpieza de su inmaculada superficie; y los colores, en este aire ideal, son particularmente puros y vibrantes.

Consigue representar, desde un calidoscopio de técnicas pictóricas, toda una serie de imágenes con un particular sentimiento de lo sublime, un desbordamiento del concepto en el que su presencia termina por ser memorable. Imágenes floreales primordiales obtenidas de la inmediatez, recreadas por su imaginación, metamorfoseadas por la potencia de la lupa, conquistadas por la música del color, por la radicalización de lo exquisito, salidas del espíritu hacía el infinito.

Las pinturas van desgranando los elementos de una celebración en la que domina la alegría, ese sentimiento que el nihilismo moderno ha intentado ocultar, van creando un espacio de lenta contemplación, un paisaje marcado por el sueño y la pasión, también disciplina y trabajo para enmarcar una pintura que, se impone por su frescura, su sentido de la elegancia y el inacabable despliegue de recursos.

Para predecir lo que podrá hacer un artista en el futuro, es necesario saber en qué forma le gusta evolucionar y, evidentemente, aún no podemos examinar la trayectoria de Juanjo Castillo, estamos asistiendo a su primera individual, en la que combina la exactitud del erudito con la libertad del creador. Esta pintura es pues un presente en estado puro, y de ahí su seductora pureza.



Violeta IZQUIERDO

Mayo de 2003



(Doctora en Historia del Arte U.A. Madrid ,miembro Asociación Española de Críticos de Arte)



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Como amigo, como fotógrafo impenitente y obsesivo, como cineasta, veo a Juanjo Castillo tratando de interpretar esa realidad que a veces ignoramos por habitual en la vida de nuestras ciudades.

Estas pinturas de Juanjo (como fotografías pintadas y por lo tanto transformadas, de personas sorprendidas, detenidas en el tiempo, como si fueran humanos maniquíes), no dejan de ser fascinantes en su estatismo y expresividad, y al mismo tiempo, parecen dispuestas a abandonar en cualquier momento la muda conversación que mantienen, para echar a andar integrandose en el hormigueo humano que alienta las calles y avenidas de la ciudad.

Y si la fotografía es lo repentino y fugaz detenido para siempre al accionar el disparador de la cámara, la pintura, por el contrario, es la elaboración creativa que nace de la transformación de esa realidad. La irrupción de la fotografía hizo que se aceleraran procesos de desintegración (o si se quiere todo lo contrario: búsqueda de nuevas posibilidades) y la pintura nunca será lo que fue.

Juanjo quiere participar activamente en ese proceso de mostrar a los seres de su entorno y para ello recurre a un deliberado estatismo. Los seres que refleja su obra, son y no son reconocibles, porque tienen un algo que les aleja de la cotidianidad expresada en los gestos y en la vestimenta, en los animales que les acompañan, en los leves indicios que nos indican que estamos en una ciudad y en sus calles.

Nos cruzamos en nuestro caminar con hombres y mujeres que permanecen inmóviles, vestigios tal vez de una catástrofe que ha congelado sus gestos. Transitamos por un mundo detenido en el tiempo, y en ese transitar nos reconocemos y reconocemos a los seres inmovilizados por este pintor-fotógrafo que es Juanjo Castillo.

Yo mismo he indagado, y sigo haciéndolo, en un camino semejante aunque distinto, con la misma intención de trabajar con una base fotográfica para llegar a otro espacio, en todo caso un espacio personal y creativo. Sé por lo tanto de su empeño y no dudo en decirle que es ese un camino abierto a infinitas posibilidades.



Carlos Saura




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